Tras unos tres días ininterrumpidos de viaje finalmente llegamos a Estambul. El tren nos dejó en la estación principal de la ciudad y al salir unos cuantos hombres nos esperaban ansiosos revoleando folletos ofreciendo habitaciones a bajo costo. La verdad que no teníamos ganas de discutir el precio con nadie y sobre todo yo estaba dispuesto a agarrar lo que fuera. Estábamos sucios y cansados y nos decidimos rápidamente por un bonito cuarto con aire acondicionado y desayuno incluido a sólo quince euros la noche. Nos subimos a su taxi y tras varias vueltas por el Sultanhmet deseando que nos lleve al destino pactado nos acomodamos en la habitación.
Estambul es una ciudad asombrosa. Caótica, colmada de taxis amarillos que serpentean peligrosamente las miles de arterias que se cruzan formando un laberinto difícil de sortear. Mujeres completamente vestidas de negro tapan sus caras con largos velos, dejando ver sólo sus ojos, grandes, que se pierden en una dulce y firme mirada. El contraste es muy fuerte, no es difícil caminar al lado de mujeres vestidas a la europea, mostrando orgullosas sus ombligos agujereados por aros y bolas de colores. Todo esto bajo la atenta mirada de los hombres, sorprendidos por el vertiginoso cambio cultural que su ciudad ha ido experimentando a lo largo de estos últimos años. Es realmente una urbe muy heterogénea, vendedores ambulantes venden sus anillos y collares sentados sobre alfombras de colores desgastadas al pie de una agencia de autos último modelo.
Afortunadamente no pierde su esencia y conserva todo ese encanto que hizo que fuera una parada obligada para la ruta Hippie europea de los años setenta. Antiguos bazares como el Bazar Egipcio donde venden cualquier tipo de especias, te de hierbas, medicinas milagrosas, frutas y quesos. Los dulces aromas a jengibre y azafrán te llevan por los pasadizos donde señoras y vendedores se cruzan en una frenética discusión por el precio justo. Si lo que queres es comprar alfombras trabajadas a mano, almohadones, velas, cualquier tipo de artesanía lo conseguís en el Gran Bazar, el mercado por excelencia de la ciudad antigua, donde regatear es la única manera de conseguir un buen precio. A diferencia de los países del Norte de África, los vendedores no te están todo el tiempo encima. Eso te brinda cierta tranquilidad para elegir lo que realmente te interesa y no perder el tiempo explicando por qué no te gusta lo que te obligan a comprar. Es bastante normal que durante la transacción te ofrezcan una tacita de té.
La ciudad esta dividida en dos partes por el Mar del Bósforo y conectada por varios puentes e infinidad de lanchas colectivas que por un euro te llevan a todos los pequeños puertos de la ciudad. De un lado se encuentra la parte Europea, el área del Sultanhmet, y del otro lado la parte Asiática, la periferia de la ciudad. Pasamos los primeros días explorando el lado Europeo, donde se encuentran las mayores atracciones turísticas como la Mequita Azul y la Santa Sofía.
La Santa Sofía fue naturalmente construida como una iglesia durante el Imperio Romano de Oriente. Tras la Reconquista Turca ésta se convirtió en una Mezquita para pasar a ser hoy día un museo, cobrando una surrealista entrada de quince euros. Comparado con otras atracciones y museos de las principales ciudades Europeas no es muy caro, pero por quince euros en Estambul cenas en la terraza de un excelente restaurant con vistas al Bósforo y dándole la espalda a la Mezquita Azul.
La Mezquita Azul, llamada así por el color que predomina en sus mosaicos finamente detallados a lo largo de todo su cuerpo, fue la respuesta del Sultán Hamet a la Santa Sofía, construida unos quinientos años atrás. Fue la primera vez que tuve la suerte de ingresar a una mezquita, ya que en los países árabes del Norte de África el no musulmán tiene prohibido el ingreso a ellas. Las mujeres rezan tapadas por grandes cortinas negras en la parte trasera, mientras que los hombres rezan libremente delante de sus mujeres. Están completamente alfombradas y para ingresar es obligatorio sacarte las zapatillas y las mujeres deben vestir velos que les cubran los hombros. Fue una gran sensación la de pisar descalzo por primera vez una mezquita y sentir la calidez de sus tapices.
Arquitectónicamente la ciudad es hermosa, las casas de madera están pintadas con disímiles colores formando un arco iris tridimensional, muchas de ellas inclinadas hacia un costado a punto de derrumbarse al estilo Big Fish de Tim Burton. Las calles se mecen una y otra vez, partiendo desde un callejón sin salida y saliendo por otro punto completamente abierto e iluminado por el sereno atardecer oriental. A lo lejos y a lo largo de toda la ciudad, las Mezquitas juegan con la silueta irregular de los minaretes, y se pierden con el incesante destello del Bósforo, que como un cristal proyecta sus brazos largos y azules sobre toda la costa, pintando así un gran cuadro expresionista que se graba en la retina de los que caminan orgullosos de formar parte de una misma historia.
Los cafés abundan por toda la ciudad, la gran mayoría decorados con majestuoso minimalismo, donde sólo unas alfombras sobre el piso sirven como asientos. Los camareros te pasan casi por encima, malabareando con maestría sus bandejas llenas de tacitas humeantes y terrones de azúcar.
Es un buen momento para parar y escribir postales. Fumar tabaco de manzana y terminar de leer un libro.
El Expreso de Oriente
Llama,
Late y
Se respira.
Te invade con sus olores
Y te traslada
Bajo un espesa
Bocanada de
Humo.
El lado Asiático refleja una realidad mas auténtica de la ciudad, lejos de las grandes multinacionales y las hordas de turistas luchando por conseguir una entrada para la Santa Sofía.
Cruzamos caminando el puente principal de la ciudad mientras humildes pescadores revoleaban sus frágiles cañas de madera lo más lejos posible. Niños descalzos trataban de vendernos relojes baratos contrabandeados en el mercado negro.
Caminamos un rato largo hasta que nos sentamos a comer un bocadillo en una plaza que bordeaba uno de los brazos del Bósforo, mientras tanto un grupo de niños se tiraban al mar desde unas rocas, apurándose a subir para volver a tirarse.
Recorrer el lado Asiático de la ciudad fue como sentarse a mirar detenidamente un cuadro de Jackson Pollock: detrás de todo ese violento y desordenado caos existe una meticulosa y desesperante belleza. Afirmarles que éramos los únicos viajeros por ahí es decirles la verdad. Mejor aún, un nuevo mundo se abría ante nosotros y la verdad que no lo queríamos compartir con nadie. Algo distinto: el combustible que mejor se adapta a la curiosidad del viajero.
Salirse del circuito general de una ciudad, especialmente de las ciudades consideradas exóticas por su gente, sus olores y sus costumbres, es una decisión que no todos llegan a tomar. Algunos se sienten más seguros y a gusto bajo la tutela de un guía, o simplemente el estar rodeados de otros turistas también les brinda cierta confianza.
Encontrarse caminado por lugares donde sentís que no perteneces y donde los ojos de todos se clavan en uno forma parte de una cadena mística de sensaciones que te atrapa y hace que ese combustible nunca se agote. Cruzar unas palabras con un vendedor de sandías, respetar el silencio en una Mezquita, devolverle la pelota a un niño, comprar una botella de agua, estirar las piernas en un banco. Sentirte parte del ambiente que te rodea y adoptar sus costumbres por más extrañas y arcaicas que te resulten. El más mínimo esfuerzo será totalmente recompensado con algo tan simple como una sonrisa o un saludo. Respetar, siempre.
Nos subimos a una lancha colectiva y nos dirigimos a un punto más oriental de la ciudad. Mientras más nos alejábamos del centro histórico de Estambul más nos metíamos en el corazón de la misma. Los carteles, que anteriormente te guiaban en inglés y alemán ahora pasaron a indicarnos sólo en su idioma original, orgullosos y soberbios señalizando quién sabe que cosa. La vestimenta de la gente tomó un color más conservador, saturando nuestra vista con tonos grises y oscuros. Las tapas de las botellas diseñaban un perfecto collage con papelitos, cáscaras de naranja y botellas en el suelo.
Caminamos durante buen rato, no me acuerdo, quizás fueron algunas tres o cuatro horas. El sol se hacía sentir y de a ratos descansábamos bajo la sombra de un árbol para refrescarnos o fumar un cigarrillo. Algunos vendedores aprovechaban nuestro descanso para vendernos algo.
El sol ya se empezaba a esconder y con él también la gente. Las calles nos regalaron protagonismo y el ruido de nuestros zapatos nos hizo saber que era hora de volver al hostal a recoger las mochilas.
Llegamos al Sultanhmet justo para cenar. Pedimos un plato de cordero con yogurt natural y salsa de tomate para compartir y unas cervezas para bajarlo.
El expreso de medianoche nos esperaba para llevarnos a Canakkale, próximo destino.
Pero esa es otra historia.
Foto: Estambul, Sultanhmet, Sal.