Es disímil la variedad de personas que pasan delante de esta ventana de este café en Wicklow Street. Caminan solas o acompañadas de la mano, algunos hablan por teléfono o escuchan música. En este frío boreal los abrigos llevan el color y elegancia de la calle. Los más jóvenes apuestan por camperas siguiendo los cánones de la moda y algún que otro perdido camina con un simple saco de pana, mientras tanto la gente de oficina camina orgullosa con sus trajes recién horneados y salidos de la tintorería, cortados a la perfección por el sastre de la familia.
Ahí viene la que mira hacia abajo mientras camina, quien sabe que estará pasando por su cabeza. Otros miran al cielo, buscando algún tipo de respuesta a una pregunta substancial. Están los que miran la vidriera de los negocios y en esos ojos bien abiertos un efecto anime destella temblequeando. Los que fuman y disfrutan de su cigarrillo, los que fuman y lo tiran desesperados, prometiéndose que ese fue el último. El que está apurado y la que camina en una burbuja acaban de chocarse, el que está apurado no tiene tiempo para pedir disculpas y la que camina en una burbuja no se da cuenta. Ahora viene el que ríe, mostrándole la hilacha al frío, totalmente abrigado de pies a cabeza.
Entre los que caminan delante mi ventana están los hindúes, los polacos y los irlandeses, los italianos y españoles, los checos, chinos y árabes, también están los australianos, alemanes y suecos, franceses, húngaros y canadienses. Los malayos que caminan en grupo se corren para que el uruguayo pueda pasar entre ellos. El irlandés habla por teléfono con el francés que trabaja en una agencia de reclutamiento, si tiene suerte el Lunes empieza a trabajar. El hindú le pregunta la hora al español, y la australiana que pasó por el costado chequea el dato en su teléfono. El chino se ata los cordones en el medio de la calle sin importarle que por atrás el polaco camina apurado porque esta llegando tarde al trabajo. El italiano seduce a la sueca que mira para un costado para ver por donde puede escapar. El húngaro de rastas toca la guitarra y la pareja de turistas alemanes tira unas monedas en el gorro de lana de la tailandesa, novia del guitarrista.
Entonces llega la noche y la gente le concede el protagonismo a la soledad de la calle. La luz del día baja tenuemente y el sol se pierde exiguo entre las catedrales del sur de la ciudad. La camarera me avisa que están por cerrar, entonces pago la cuenta y me abrigo.
El argentino camina con las manos en el bolsillo, deseando llegar a su casa y tomar una copa de vino.
2 comments:
Excelente aunque peligroso. Despierta nostalgias...
no veo a alma singer en tus "vale la pena" puleeeeeeeeeeeeeeeeeee
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